AL FIN de los mil años, Cristo regresa otra vez a la tierra. Le acompaña la hueste de los redimidos, y le sigue una comitiva
de ángeles. Al descender en majestad aterradora, manda a los muertos impíos que resuciten para recibir su condenación. Se
levanta su gran ejército, innumerable como la arena del mar. ¡Qué contraste entre ellos y los que resucitaron en la primera
resurrección! Los justos estaban revestidos de juventud y belleza inmortales. Los impíos llevan las huellas de la enfermedad
y de la muerte.
Todas las miradas de esa inmensa multitud se vuelven para contemplar la gloria del Hijo de Dios. A una voz las huestes
de los impíos exclaman: "¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!" No es el amor a Jesús lo que les inspira
esta exclamación, sino que el poder de la verdad arranca esas palabras de sus labios. Los impíos salen de sus tumbas tales
como a ellas bajaron, con la misma enemistad hacia Cristo y el mismo espíritu de rebelión. No disponen de un nuevo tiempo
de gracia para remediar los defectos de su vida pasada, pues de nada les serviría. Toda una vida de pecado no ablandó sus
corazones. De serles concedido un segundo tiempo de gracia, lo emplearían como el primero, eludiendo las exigencias de Dios
e incitándose a la rebelión contra él.
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